Valencia según… Vicent Molins

-Artículo de Vicent Molins en JotDown

Donde Valencia hace su digestión

En las dos últimas décadas Valencia se hizo a golpe de previsiones de retorno. Justificando gastos en infraestructuras y espectáculos muy costosos bajo el juramento de que traerían un aguacero de inversiones. Sin embargo, lo que han dejado es un suelo tan reseco que sus grietas deslizan al abismo. Es lo que tiene construir partes meteorológicos a partir de isobaras de ficción.

En este tiempo Valencia se ha vuelto también una ciudad moderadamente turística, cómoda y agradable para el visitante. Un poco moderna, un poco hortera, un poco auténtica. Con una mezcla de turismo joven (es el lugar de destino preferido del Homo Erasmus) y de adultos con querencia por el ticket urbe-playa. Una de las aspiraciones principales, la de acoger al turista de elite, ha terminado gripada. Quiso ser Mónaco y fijar a los millonarios a los que alquilaba por horas, pero ha terminado siendo un enclave mediterráneo de tirada popular.

Los errores de cálculo en las previsiones han sembrado el desencantado entre los ciudadanos de siempre, que aunque los celebraron con pompones no han acabado de tolerar como propios los jalones arquitectónicos. La Ciudad de las Artes y las Ciencias, para la que se busca una gestión privada que resuelva su entuerto, no ha ido más allá del pegote, vacía como está de contenidos. La Marina Real, supuesta lanzadera hacia la Valencia del mar, está más desangelada que el estadio del Getafe.

En medio de la purga y tras la desaceleración de la Valencia de las lentejuelas, ha tomado el protagonismo una dotación kilométrica habitualmente desdeñada: el antiguo cauce del río Turia, convertido desde finales de los 80 en un jardín continuo de nueve kilómetros. Un eje verde que atraviesa todo el plano. De haberlas, las ardillas podrían cruzar por aquí de punta a punta sin pisar asfalto. Es el verdadero hecho diferencial de esta ciudad respecto a cualquier otra. Un símbolo de por dónde debería guiar su futuro. Comienza al oeste, desde los bordes de huerta, hasta llegar al este, casi a puertas de los muelles. Justo en su último tramo, le acompaña, a modo de finisterre, la Ciudad de las Artes y las Ciencias.

El antiguo cauce del Turia es el sendero a todo. Representa la victoria de la sociedad civil, que impuso su idea de cubrir el viejo río con árboles y hierba frente a la ilusión institucional de clavar una autopista. Es el conducto a través del cual la ciudad hace la digestión. Remueve a todos los estratos, agita en un mismo espacio a los ciudadanos de todos los barrios, es la avenida total por la que se intercambian los sabores. Hundido unos metros por debajo de las calles, el viejo lecho tiene trazas aislantes.

También es la victoria sobre una bestia.

Antes todo esto era el agua de un río que un lunes de octubre despertó en bestia para desgarrar a su ciudad. Ese lunes del 57 no llovía, pero el Turia venía tan hormonado por las precipitaciones en pueblos precedentes, que ya sin capacidad para aguantarse se le vino encima a Valencia, y justo en ese instante comenzó a jarrear desde el cielo, ensañándose. Ya sumergida (solo la Valencia romana resistió al chapuzón), a la una de la tarde el río se desbordó de nuevo inundando sobre lo inundado. Bajo el agua, alrededor de un centenar de cadáveres.

La reacción, como la turba que condena a la horca al violador de sus hijas, fue enclaustrar a la bestia. Enviarla al sur, que todo lo puede. Tras aplicarle un ambicioso plan de ingeniería fluvial, el Turia quedó confinado en las afueras de la ciudad, donde permanece desde entonces. Previamente, el alcalde franquista del momento, Tomás Trenor (de origen irlandés), montó una rebelión popular contra el régimen, al que acusó de indolencia en las ayudas tras la inundación. El Madrid que, ay, abandona a Valencia. A los pocos días Franco le quitó la alcaldía.

Con el lecho seco durante años, las malas noticias no terminaban. El Ayuntamiento propuso cubrir los nueve kilómetros del viejo río con una autopista urbana de 28 metros de ancho, una daga atravesando el corazón. Una pista rápida que tendría que facilitar la conexión entre Madrid y el puerto de Valencia. En el periódico vespertino Jornada, la periodista Rita Barberá titulaba «El cauce va por buen cauce».

La crisis económica previa a la Transición congeló las inversiones que debían hacer del cauce un enjambre de vehículos. Una minoría vociferante, irritada por los ataques urbanísticos que estaba padeciendo el Saler (satélite vegetal de la ciudad), propagó al resto de vecinos el deseo verde de cubrir de vegetación el viejo río. Insólitamente, ganaron. Con la democracia municipalista en pañales, el tsunami reformista consumó el primer gran icono moderno para los valencianos. En 1987 comenzó la obra y siembra con el propósito de cambiar la ciudad. Del desgarro nació el gran hecho diferencial: una riada verde por donde Valencia —acostumbrada a tragarse cuantiosos tropezones— hace una digestión tranquila.

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